sábado, febrero 10, 2007

Quemar las naves

Alrededor del año 335 a.C., al llegar a la costa de Fenicia, Alejandro Magno debió enfrentar una de sus más grandes batallas. Al desembarcar, comprendió que los soldados enemigos superaban tres veces el tamaño de su gran ejército. Sus hombres estaban atemorizados y no encontraban motivación para enfrentar la lucha: habían perdido la fe y se daban por derrotados. El temor había acabado con aquellos guerreros invencibles.

Cuando Alejandro hubo desembarcado sus tropas en la costa enemiga, dio la orden de que fueran quemadas todas las naves. Mientras los barcos se consumían en llamas y se hundían en el mar, reunió a sus hombres y les dijo: "Observen cómo se queman los barcos. Esta es la única razón por la que debemos vencer, ya que si no ganamos, no podremos volver a nuestros hogares y ninguno de nosotros podrá reunirse con su familia nuevamente, ni podrá abandonar esta tierra que hoy despreciamos. Debemos salir victoriosos en esta batalla, pues sólo hay un camino de vuelta, y es por mar. Caballeros, cuando regresemos a casa, lo haremos de la única forma posible: en los barcos de nuestros enemigos".

El ejército de Alejandro venció en aquella batalla, y regresó a su tierra a bordo de las naves conquistadas.

Los mejores hombres no son aquellos que han esperado las oportunidades, sino lo que las han buscado y aprovechado a tiempo, los que las han asediado, los que las han conquistado.

Extraído del libro "La culpa es de la vaca"
jueves, febrero 08, 2007

Sembrar el futuro*

En un oasis escondido en los más lejanos paisajes del desierto, se encontraba de rodillas el viejo Eliahu, al costado de algunas palmas datileras. Su vecino Hakim, el acaudalado mercader, se detuvo en el oasis para abrevar sus camellos y vio a Eliahu transpirando, mientras parecía cavar en la arena.

- ¿Qué tal, anciano? La paz sea contigo.

- Y contigo -contestó Eliahu sin dejar su tarea.

- ¿Qué haces aquí, con esta temperatura, trabajando con esa pala?

- Siembro -contestó el viejo.

- ¿Qué siembras aquí, Eliahu?

- Dátiles -respondió el viejo señalando el palmar.

- ¡Dátiles! -repitió el recién llegado, y cerró los ojos como quien escucha la mayor estupidez-. El calor te ha dañado el cerebro, querido amigo. Ven, deja esa tarea y vamos a la tienda a beber una copa.

- No, debo terminar la siembra. Luego, si quieres, beberemos.

- Dime, amigo, ¿cuántos años tienes?

- No sé: sesenta, setenta, ochenta, no sé... lo he olvidado. Pero eso, ¿qué importa?

- Mira, amigo, las datileras tardan más de cincuenta años en crecer, y sólo entonces están en condiciones de dar frutos. Yo no estoy deseándote el mal y lo sabes, ojalá vivas hasta los cien años, pero tú sabes que difícilmente podrás llegar a cosechar algo de lo que hoy siembras. Deja eso y ven conmigo.

- Hakim, yo comí los dátiles que otro sembró, otro que tampoco soñó con probarlos. Siembro hoy para que otros puedan comer dátiles mañana. Y aunque sólo fuera en honor de aquel desconocido, vale la pena terminar mi tarea.

- Me has dado una gran lección, Eliahu; déjame que te pague esta enseñanza -dijo Hakim, poniendo en la mano del viejo una bolsa de cuero llena de monedas.

- Te lo agradezco. Ya ves, a veces pasa esto: tú me pronosticabas que no llegaría a cosechar lo que sembrara. Parecía cierto y, sin embargo, mira: todavía no termino de sembrar y ya coseché una bolsa de monedas y la gratitud de un amigo.

- Tu sabiduría me asombra, anciano. Esta es la segunda gran lección que me das hoy, y es quizás más importante que la primera. Déjame, pues, que pague también esta lección con una bolsa de monedas.

- Y a veces pasa esto -siguió el anciano, extendiendo la mano para mirar las dos bolsas-: sembré para no cosechar, y antes de terminar de sembrar ya coseché no sólo una, sino dos veces.

- Ya basta, viejo, no sigas hablando. Si sigues enseñandome cosas no me alcanzará toda mi fortuna para pagarte.

Esperamos resultados inmediatos, queremos todo ya. Decimos que no estamos inmersos en la sociedad de consumo, pero maldecimos los escasos segundos que este mensaje tarda en llegar, o los que demora el semáforo en cambiar de color.

Extraído del libro "La culpa es de la vaca"
martes, febrero 06, 2007

El eco

Un padre y su hijo estaban caminando en las montañas. De repente, el hijo se cayó, lastimándose, y gritó:

- ¡Aaaaaayyyy!

Para su sorpresa, oyó una voz que repetía, en algún lugar de la montaña:

- ¡Aaaaaayyyy!

Con curiosidad, el niño gritó:

- ¿Quién está ahí?

Y recibió esta respuesta:

- ¿Quién está ahí?

Enojado, gritó:

- ¡Cobarde!

Y escuchó:

- ¡Cobarde!

El niño miró al padre y le preguntó:

- ¿Qué sucede, papá?

El hombre, sonriendo, le dijo:

- Hijo mío, presta atención -y gritó hacia la montaña-: ¡Te admiro!

Y la voz le respondió:

- ¡Te admiro!

De nuevo, el hombre gritó:

- ¡Eres un campeón!

Y la voz le respondió:

- ¡Eres un campeón!

El niño estaba asombrado, pero no entendía nada. Entonces el padre le explicó:

- La gente lo llama eco, pero en realidad es la vida. Te devuelve todo lo que dices o haces.

Nuestra vida es simplemente un reflejo de nuestras acciones. Si desea más amor en el mundo, cree más amor a su alrededor. Si anhela felicidad, dé felicidad a quienes lo rodean. Si quiere una sonrisa en el alma, dé una sonrisa al alma de las personas que conoce. Esto se aplica a todos los aspectos de la vida. Ella nos da de regreso exactamente lo que le hemos dado. Nuestra vida no es una coincidencia, sino un reflejo de nosotros mismos.

Extraído del libro "La culpa es de la vaca"
viernes, febrero 02, 2007

Los tres hermanos*

Tres hermanos se internaban todas las mañanas en el bosque a cortar leña. Cada día se turnaban para que uno de ellos se quedara en la cabaña y preparara una comida saludable.

Un día, mientras el hermano mayor estaba solo en la cabaña, apareció un enano y le preguntói si podía comerse los restos del desayuno. El muchacho dijo que sí y el enano empezó a comer. De pronto dejó caer el pan y le pidió al joven que lo recogiera. Cuando este se inclinó, el enano lo golpeó con un palo en la cabeza.

A la mañana siguiente, el segundo hermano se quedó solo en la cabaña, y el enano volvió a aparecer. Le preguntó si podía comer los restos del desayuno y dejó caer el pan. Pidió al muchacho que lo levantara y, cuando este se agachó, lo golpeó con un palo.

Al otro día se quedó en la cabaña el hermano menor. El enano le preguntó si podía comer los restos del desayuno, y el joven le contestó: "Sí, sobre la mesa hay pan. Sírvete". Cuando el enano dejó caer el pan y le pidió al joven que lo recogiera, este le respondió: "Si no puedes arreglártelas con tu propio pan, no sobrevivirás. Recógelo tú". El enano le dio las gracias y le preguntó si le gustaría saber dónde encontrar a la princesa y el tesoro.

Concedamos a los demás la responsabilidad por sus propios problemas, para que aprendan a cuidar de su pan y de sí mismos.

El doctor Siegel es uno de los conferencistas más reconocidos de Estado Unidos. Su trabajo como oncólogo lo ha llevado a enseñarle a sus pacientes y a las familias que cada uno debe ser responsable de sí mismo: de su cuerpo, de su enfermedad, de su curación -en lo físico- y de su sanación -en lo espiritual.

* Cuento atribuido al poeta Robert Vil. Citado en Siegel, op. cit., p. 241.

Extraído del libro "La culpa es de la vaca"
jueves, febrero 01, 2007

Veremos*

Mi amigo tiene una granja. Como le encanta hacer las cosas a la antigua, no posee ningún equipo mecánico y usa un caballo para arar su campo. Un día, mientras estaba arando, el caballo se desplomó, muerto. En el pueblo todos compadecieron a mi amigo.

- ¡Oh, qué terrible que le haya sucedido eso! -le dijeron.

Él se limitó a contestar:

- Veremos.

Estaba tranquilo y en paz, y admirábamos tanto su actitud que nos pusimos de acuerdo y le regalamos un caballo.Entonces la reacción general fue exclamar:

- ¡Qué hombre de suerte!

Y él dijo:

- Veremos.

Unos días después el caballo, que aún desconocía la granja, saltó una cerca y escapó, y todos exclamaron:

- ¡Oh, pobre hombre!

- Veremos -dijo él de nuevo.

Y lo mismo repitió una semana después, cuando el caballo regresó seguido por una docena de potros sin domar.

Al día siguiente, su hijo salió a pasear a caballo, se cayó y se rompió la pierna.

- ¡Pobre muchacho! -se compadeció todo el pueblo.

Y mi amigo dijo:

- Veremos.

Pocos días después llegó al pueblo el ejército, para reclutar a todos los jóvenes en edad de prestar servicio militar, pero a su hijo lo dejaron porque tenía la pierna rota.

- ¡Vaya chico con suerte! -comentaron los vecinos.

Y mi amigo dijo:

- Veremos.

También nosotros tenemos que aprender a dar un paso atrás, tomar distancia y decir: "Veremos". En vez de juzgar lo que nos sucede en la vida y decir qué es bueno y qué es malo, justo o injusto, debemos reconocer que en sí mismo nada es bueno o malo, y que cualquier cosa puede ayudarnos a entrar nuevamente en armonía con el plan del universo.

*Bernie S. Siegel, Amor, paz y autocuración. Barcelona, Urano, 1990, p.230

Extraído del libro "La culpa es de la vaca"